martes, 13 de mayo de 2008

El Cepero Bonilla (por Grisel Terrón )

El Cepero guarda una gran parte de mi vida. Primero fui alumna de esa escuela en los años 80, cuando ir al pre era común y las escuelas al campo era sólo cosa de eneros. Ahí descubrí vocaciones, gustos, relaciones. Recuerdo a la maestra de Historia vieja y sabia, a la que recientemente me encontré en un hospital; al profe de inglés al que todos decíamos “Pantera Rosa” que nos cambiaba los nombres por otros con una pronunciación inglesa más marcada; a la profesora de química que casi nos electrocuta en un experimento; a la de literatura, majestuosa, voluptuosa, que se coló en las fantasías de muchos de mis compañeros, a Justo, el de matemáticas, siempre burlón pero tan didáctico; a los directores (Gorrita primero y luego Sospedra). Y qué decir de los amigos, aquel grupo de freekiss locos que cantaba a Silvio con el corazón, que leía poesía desesperadamente, las tertulias en casa de Karell –ese caballero de la Edad Media-, la pareja de Milagrito y Ferrari y las grabaciones inéditas de Silvio en casa de Juan Carlos. Aquel grupo marcó mi vida, mis ilusiones, definió mis creencias, mis convicciones, mi romanticismo porque haber querido ir a luchar por la libertad de Nicaragua, más que una coyuntura, es una actitud ante la vida; haber creído que Lancelot llamaba a Itzacoalt desde el segundo piso del Cepero se traduce en la posibilidad de escuchar voces de otros tiempos y creer en ellas; habernos reunido en casa de Karell a leer nuestras poesías me hizo buscar a Loynaz, a Cavafy, a Borges; haber esperado desde la mañana para entrar a un concierto de Silvio, me enseñó que las metas se alcanzan con sacrificios; haber conocido a El Principito y a Raimundo en décimo grado, bajo aquel frío pinareño, me convirtió en responsable de todas las rosas que cultivo.

Otros también dejaron sus huellas en mí porque ahí también amé. Supe del amor conforme de Jaime, del medieval e idílico amor de Karell, del ficticio amor de Roger, del convulso e intenso amor de Milton y del histórico amor de Pablo. En aquella escuela la amistad transitó por todos sus matices y Luamy, Yaité, Maité, Roxana, Tania y Nayivis fueron muchas veces mis hermanas y otras, mis detestadas adversarias, pero aún en esos momentos, volvían a mí renovadas, como olas nuevas de la misma agua y perdonaba y me perdonaban.

El Cepero tenía sus marcas, algunas perduraron luego, otras pertenecían a su tiempo y en su tiempo quedaron pero quien lea estas líneas y haya coincidido en época, seguramente recordará la gigantesca rueda de casino en el patio central, los matutinos y vespertinos dirigidos desde el segundo piso, la prohibición de sentarse en el piso del patio arbolado de Preparación Militar, la revisión del pelo de los varones y los pulsos de las hembras antes de entrada por el portón de atrás, los chequeos de emulación en el patio grande de Educación Física donde el Cepero siempre quedaba en primer lugar, las mesas inclinadas de la biblioteca, el laboratorio de Biología con el feto en formol, el telescopio en la cátedra de Física cuando todavía se impartía Astronomía, las eternas peticiones de un merendero…

Fue tan intensa aquella etapa de los 80 que volver al Cepero se convirtió en un sueño y a él volví años después convertida en profesora.

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